miércoles, 11 de febrero de 2009

Sala de espera (Cuento)

"Cuando hables, procura que tus palabras sean mucho mejor que tu silencio" Manejar durante muchas horas es una experiencia agotadora. Especialmente si la ruta es monótona. Llevaba tantas horas con las manos en el volante del auto que ya llegué a sentirlo parte de mi cuerpo. Me dolían los talones por la posición inerte de los pies en el acelerador. A mi lado estaba Ana, dormía con la boca semiabierta. En ese instante recordé sus últimas palabras, “Cuando lleguemos, hacete cargo de arreglar ese problema” di tantas vueltas al asunto que perdí el norte del problema, mejor dicho de la solución, que quedaba tan lejana como nuestro punto de arribo. “Estación de servicio 2Km” decía el cartel que me devolvió las esperanzas de encontrarme con algún ser vivo amable, aunque más no sea por los instantes que durara la carga de combustible. Al bajar el ritmo del motor Ana se despertó y entre bostezos preguntó por dónde estábamos. “Ni idea” le respondí, “Nunca tenés idea de nada” me dijo acusándome de algo que yo conocía muy bien pero que dolía al escucharlo en boca de otro, mucho más de Ana, quien con el correr del tiempo iba desmereciéndome cada vez más. Comenzó a criticarme en privado, primero con algunas miradas o gestos descalificadores, pero, últimamente sus palabras más hirientes me las arrojaba delante de cualquiera, y yo, sentía que este cualquiera se compadecía de mí. Las luces de la estación de servicio aparecieron cortando lo monótono de la oscuridad del paisaje. Dejé el auto correr en su encuentro. La ruta era una recta perfecta. La velocidad fue disminuyendo, sólo tuve que pisar levemente el freno, hasta detenerme frente al surtidor. Ana dormía con un gesto de amargura en la cara. No quise despertarla. Bajé del auto y me encontré solo. No había presencia alguna de vida más que la que proyectaba la blanca luz que bajaba del techo. A unos 20 metros se veía un barcito de luces tenues y quizás ahí esté el despachante de combustible. Al comenzar a caminar hacia el barcito una leve brisa me envolvió en un remolino que me envió directo a mis narices el olor a transpiración de mi camisa blanca. Levante los brazos y hundí la cara en mis axilas y corroboré que era mío el perfume de agotamiento del largo viaje. Encendí un cigarrillo para matizar los olores y a los pocos pasos estaba parado frente a la puerta del bar. Antes de entrar pude ver varias personas dentro, pero el silencio era absoluto. Abrí la puerta y entré. Me pareció que nadie se percató de mi presencia. Fui directo a la barra donde se apoyaba un gordo envuelto en un pulover gris tan gastado como mi ánimo. Abrí la boca para hablarle y las palabras salían lentas, envueltas en el humo del cigarro. Pregunté por el despachante de combustible. El gordo me contestó sin hablar, sólo movió la cabeza en gesto negativo . Entonces pedí un café doble. El gordo volvió a repetir el gesto. Le pregunté si no tenía café y él me señaló la repisa a sus espaldas donde se veían unas botellas de licor tapadas de tierra, como si eso fuera lo único que se despachaba en el barcito. Pedí una grapa “Mariposa” me acordé de mi abuelo que siempre la tomaba. El gordo sacó un vasito de debajo de la barra se estiró para tomar la botella, la destapó y llenó el vaso hasta el borde. Le pregunté cuánto dinero salía el trago. El gordo volvió a repetir el gesto negativo y agregó un ademán con la mano como indicándome que me siente en una mesa del fondo y no lo moleste más. Caminé entre las pocas mesas y me senté en la mesa del fondo debajo de un televisor apagado. En el bar había dos personas más. Unos muy bien vestido, leía un diario amarillento y sobre su mesa había un vaso vacío del mismo tamaño que el que yo tenía delante mío. La otra persona era un joven al que no le ví la cara porque estaba recostado sobre la mesa en clara posición de estar durmiendo una borrachera densa. Busqué la mirada del gordo y éste miraba hacia afuera por la ventana. Miré hacia afuera, acompañando la mirada del gordo y no vi nada. Afuera estaba todo oscuro. Me sobresalté. Según mis cálculos ahí afuera deberían estar las luces de la estación de servicio, mi auto estacionado en la playa junto al surtidor, pero no había nada, sólo una densa oscuridad. El sobresalto pasó derrepente y me sobrevino una paz increible. A la mierda Ana, a la mierda los quilombos. Tomé la grapa Mariposa. Me pareció un elixir, un nectar de las ninfas. Me quedé así largo rato en silencio. A mi me pareció toda una eternidad.

3 comentarios:

  1. Recien llego a este blog y no puedo parar de leer

    Sigo pasando

    Un abrazo y te invito a nuestro blog

    http://mimedioalquiler.blogspot.com/

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  2. Muy bueno, muy bueno. hay cierto grado de locura que parece que parece atrayente, y cierto grado de realidad que parece un sueño, lo fantastico es unirlos y fundirlos, de tal forma que uno no se de cuenta de lo nos hicieron leer, en parte es de uno y en otro de todos.

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  3. la realidad es la realidad psiquica, puramente subjetiva...

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