martes, 12 de julio de 2011

ELLA

Ella se detuvo delante de la puerta, la empujó levemente y entró. Se sentó en una mesa ubicada en el fondo del bar y pidió un té. Bebió un sorbo y se secó los labios con la servilleta. Hacía años que no la veía, sin embargo estaba igual a como la recordaba, incluso la noté mucho más hermosa. Estuve a punto de acercarme a su mesa y decírselo, pero no supe cómo y al final me callé. Fingí estar interesado en la lectura del diario, en mis cosas, pero no conseguía dejar de mirarla. Ella bebía su té naturalmente, como si fuese una habitué en el ambiente. Traté de cruzar alguna mirada pero nunca lo conseguí. Entonces imaginé la hipotética situación de pararme e irle a hablar. Confiaba en que una vez que brotara la primera frase, las restantes fluirían espontáneamente, pero ésta jamás brotó, porque nunca me arrimé a su mesa. Todo era demasiado nítido, y yo nunca supe como moldearlo. Las recetas más acabadas pueden no servirnos en las situaciones más simples. Era incapaz de soportar mi cobardía pero estaba inmóvil, algo, en el fondo, me aconsejaba no arrimarme a ella que era tan hermosa que parecía no tener contornos, ser parte misma de la luz que la envolvía, sin peso ni resistencia a los ojos, igual que una briza que envuelve en perfumes narcóticos. La escena discurría lentamente a mí alrededor. Los sonidos del recinto no llegaban a mis oídos. Me resulta tan dificultoso verter en este recipiente acotado que es un texto mis recuerdos imperfectos con palabras que sólo se aproximan a la idea de su belleza y apenas consiguen rodearla sin tocarla. Y cuanto más ha ido palideciendo su recuerdo, menos comprendo aquella situación y mi inmovilidad. Por supuesto, ella intuía que mi memoria la borraría para entonces volver a aparecer y recordarme que estaría esperando. Fui olvidando los cuadros descoloridos de las paredes, las maderas gastadas de la barra, las luces empotradas en el techo, hasta olvidé por completo la mesa de billar del fondo forrada de fieltro verde. Los primeros años creí que iba a lograrlo. Sin embargo, en mi interior permanecía una masa de aire de contornos imprecisos. Con el tiempo esto comenzó a definirse, a tomar formas que mutaron en garabatos y ahora puedo traducirla en las siguiente frase: “La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella” Expresada en palabras suena muy clisé, bien podría haber sido la frasecita que se estampa en los sobres de azúcar, pero la muerte estaba impregnada en los muebles del lugar, en el aire, en las bolas de colores contenidas dentro del triángulo sobre la mesa, esperando que alguien abra el juego, y yo no lo hice. Por cierto mi mente logró alejarse de aquellas imágenes. De este modo solamente conseguí retrasar el final, pero algún día en algún otro bar me levantaré y le hablaré y ella, fingiendo dejarse seducir, me tomará de la mano y caminaremos algunos pasos juntos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

El tiempo es humo. Se impregna sin prisa. Envuelve tu pelo, lo vuelve ceniza.

lunes, 25 de octubre de 2010

Los libros y la felicidad

Un libro es simplemente un objeto perdido en una biblioteca, en una vidriera de librería, apoyado sobre una mesa o equilibrando las patas de ésta. Un libro es una cosa más entre las cosas que habitan de modo indiferente el universo, hasta que posamos la vista en él y le damos vida en el mismo acto que nos da vida a nosotros. Los libros no deben revelar cosas, sino simplemente ayudarnos a descubrirlas. No fueron escritos para ser entendidos, sino para ser interpretados. Para Montaigne la lectura era una forma de la felicidad. Felicidad que está ahí a la espera de ser tomada, hasta que da con su lector.

jueves, 15 de julio de 2010

Si no tenés talento, escribir es una pérdida de tiempo... pero la vida es eso: una pérdida de tiempo, entonces insisto en arrojar una tras otra botellas que contienen mensajes suplicando atención en un mar de indiferencia. Murakami.

domingo, 6 de junio de 2010

Paseo en carro.

“Deus quos provat, quos amat indurat.” “ Dios pone a prueba a aquellos que ama.” (Séneca) El viejo parecía conducir un acorazado de plata por las calles de tierra de la rivera del "Reconquista". Sostenía con tanta firmeza las riendas, con tal desenfado hacía estallar el látigo sobre el lomo de Blanquita, y al mismo tiempo era casi paradójico escuchar su voz ronca y suave como acariciando las orejas de la petisa que era tan terca como mula. Muchas veces le susurraba a los pelos de la crin que no se confunda de raza, que no era una mula, era un corcel. Esa mañana de invierno de cuando Yona tenía sólo siete años iba con su padre. Los dos como estatuas que fumaban el vapor del río dejando estelas. La que más vapor despedía era Blanquita. Su padre y él parecían tallados en piedra sobre la madera que servía de asiento. Tenían muchas cosas que hacer, y con todo el día lluvioso por delante. La noche de tormenta dejaba paso a una mañana sumergida en charcos. Los ruidos ciudadanos comenzaban a infectar el ambiente. Los trenes, los autos con sus nubes de petróleo. Yona se envolvió en la frazada y aguantó las caladuras del frío respirando fuerte para su burbuja, iba sumergido en un calidoscopio de emociones al verlo al viejo tan decidido y tambaleante sobre el mando. Era un hombre corpulento Don José, más de un metro ochenta, porrudo, de tronco vigoroso, sus ojos eran como charcos de sangre por el alcohol. Hecho de madera fría donde la sabia aún corre por costumbre y no en señal de vida. La noche anterior hubo vómitos, como todas las noches donde se derrumba sobre la cama con la baba colgándole de los labios que insultan a la vieja. Y el universo ni se enteró. Su vida pasó al margen de toda diversión, condenado para siempre a la compañía de los reproches y las faltas, más allá del encanto, sumergido en la estupidez de la carne cuando se pudre, vulgar, sudorosa, formando pliegues de grasa que se entregan al día. Habitando un mundo al cual se le pasó hace rato la fecha de vencimiento. Y no hay reclamo que valga, ni cana que sobornar, esto está fuera del alcance del hombre común. El viejo, con las alpargatas mojadas y el pulóver roto en los codos de donde asomaba su camisa gastada de tanto subir y bajar porquerías viejas al carro para vender en la chatarrería. Guiñándole un ojo y rascándose la cabeza como si las palabras las eligiera a dedo de su mente le habló del colegio, le dijo que no era bueno faltar pero él necesitaba ayuda y él era todo un hombre que bien podía dar una mano a su padre. Iban rumbo a la casa de un viejo loco que le iba a vender unas sillas para la casa. Yona con la frazada que le dio su madre rodeándolo como una segunda piel, permanecía sentado, triste y contento, zarandeando la cabeza al ritmo de blanquita por las calles de barro del costado del río, situado a orillas de aquel pueblo extenso y andrajoso donde sucedía todo esto y más. A esa edad no llevaba pegada la necesidad del oscuro mundo interior, mucho mejor era hacer desaparecer las imágenes que lo perseguían donde el viejo la fajaba a la vieja y los echaba a él y a sus hermanitos fuera de la casilla para gritar y sacudir la cama. Al rato se asomaba la madre arreglándose el pelo y los hacía pasar. Los ronquidos del oso satisfecho hacían temblar el ranchito de chapa. Cuales serían los motivos por los que la vieja lo aguantaba. Hay cosas que están ahí delante de nosotros y siguen invisibles al entendimiento. La lógica diría que debía dejarlo o echarlo. Pero hay todo un universo que se despliega allí donde la lógica se ahoga. Y en ese universo las ideas flotan siguiendo otra lógica. A simple vista podríamos pensar que están a la deriva. La vieja vivía la mayor parte del tiempo sumergida en un sueño intranquilo, así estaba siempre, apenas un poco más viva que su cansancio. Aunque la llama que asomaba en el fondo no lograba impulsar la pregunta de si no merecía una vida mejor. Con el agua al cuello no se permitía preguntas que hiciesen olas. Yona sentía que las escenas violentas ocurrían lejos de él, en otro plano de la existencia. Desde dentro de una pecera que sordina los ruidos y borronea los contornos, sin comprender los motivos por los que esos peces grandes que dicen ser sus padres se pelean a muerte. En el barrio la gente habla por que sí, es una enfermedad hablar sin saber, una manía a la que el viejo ponía dique con su cara de loco. Nadie se animó nunca a decirle ni “mu” sobre sus cagadas. El hijo que agachaba la cabeza, obedecía y ahí iban los emponchados sobre el carro, dos por el asfalto del costado del puente, padre con resaca matinal e hijo confundido del otro lado del río. Resulta difícil colocar diálogos entre estos personajes, porque no los hubo. Solamente se escuchaba la voz del viejo que le hablaba a la petisa y de fondo el crujir de las ruedas de goma gastada sobre la calle. El viejo frenó el carro tirando de las riendas. Se paró y bajó como pudo. Yona asomó la cabeza por la frazada y vio que su padre estaba golpeando las manos en una casa. Vio el portón de alambre, el cerco de ligustro que escondían una casita modesta. Pero no veía a nadie responder el llamado de su padre, quien insistió un par de veces más y se volvió a subir al carro como pudo, que no fue mucho lo que pudo porque se calló de cabeza al resbalar con el pié en el estribo embarrado y fue a parar al piso. Yona asomó aún más la cabeza por la frazada y le preguntó si estaba bien. El viejo balbuceó una puteada a dios y maría santísima y sacó un trapo del balde y se limpió la cara. Le clavó la vista al hijo y le dijo que lo llevaba hasta la esquina del colegio. El chico dijo que no, que mejor lo acompañaba a trabajar a él. Un rayo de lucidéz le atravesó el cerebro a Don José y se subió al carro en un solo movimiento, tomó las riendas y le chistó a Blanquita, quien arremetió contra el camino sacando pecho de percherón presidencial. Estaba vieja la petisa pero hace tanto que el viejo la tiene que parecen uno, se entendía más con el animal que con la gente. Llegaron a la esquina del colegio y el viejo le dijo que se apure que todavía no eran las ocho. El chico dijo que no quería ir, que quería trabajar. Su padre le contestó que no iba a trabajar más por hoy, seguro se iba al boliche y la madre no quiere que el chico lo acompañe a ese ámbito de perdición, que desde que está yendo a la Iglesia, la vieja, está más loca que nunca. Yona se fue caminando para el colegio, por lo menos hoy iba a comer, aunque la comida del comedor escolar era una mierda, algo metería en el buche. En la puerta del colegio estaban los padres de los chicos que hablan entre ellos mientras los pibes corren, cruzan la calle de un lado para otro, y precisamente con estos se fue a juntar. Cuando iba corriendo para donde estaban los chicos lo sorprendió un auto, que a medio metro le clavó los frenos. El auto se agachó al frenar y luego volvió a ponerse horizontal a la calle. Este fue el movimiento que observó el chico, un saludo en cámara lenta. Quedó inmóvil un instante y luego terminó de cruzar la calle a paso lento pero seguro. Uno de los compañeros le dijo que tenga cuidado, contestó que no pasaba nada. El auto arrancó lentamente sin ningún comentario. De esa mañana en la vida de Yona no se puede comentar nada especial porque todo fue como de costumbre: Entrar, formar, ir a las aulas, salir a los recreos, correr un rato, volver a entrar a los salones y preparar todo para comer. Acomodar los bancos, lavarse las manos mientras transcurren las guerras de agua en el baño. Comer y volver a casa. Pensó que hubiese sido más emocionante ir con el viejo al barcito de Héctor, sin saber que su viejo nunca llegó al barcito de Héctor porque camino al bar tenía que atravesar una avenida y fue entonces cuando un camión se lo llevó por delante desparramando por la calle al viejo y a la petiza. Se entendían tanto que terminaron juntos. Ninguno de los dos llegó al Hospital. Yoni se enteró cuando llegó a la casa después del colegio. La vieja lloraba, pudiese ser de tristeza o también de alegría, o una mezcla de ambas. Las viejas del barrio la rodeaban y algunas ya estaban rezando por el alma del difunto. Doña Asunción, oliendo a rancia, estaba con un rosario en la mano y lloraba sobre el hombro de la viuda. Yona pensó que él tendría que haber estado en el carro con su padre y siente que el viejo lo salvó al mandarlo al colegio y estalla en un llanto que se sordina cuando el tío Raúl, el hermano del padre, lo abraza tapándole la cara con los brazos. Se zafa del tío y logra asomar los ojos. Sus ojos, que han recorrido la casa fijándose en distinta gente. Un tipo con cara de estar borracho, apoyado sobre el armario del fondo se mira las manos, una vieja sentada en la silla, que era del viejo, rezaba un rosario en voz alta; a su lado, con el cuerpo doblado sobre el respaldo de la silla, lloraba su hermana. El viejo tan durito metido en ese cajón finito. Hay personas en este mundo cuya figura es tan esquiva que hasta la muerte las vuelve grotescas. La escena lograba inspirar un sentimiento tal que hacía quedar corta la palabra depresión. Yona miró el techo al no encontrar respiro. Le preguntó a su tío por la petisa y el carro. La voz del tío, medio confusa entre llantos le comunicó que a la petisa la tuvieron que sacrificar y el carro quedo desparramado por la avenida y lo robaron por partes unos rastreros. El muchacho pensó en que ni si quiera eso le había dejado el padre. Se despegó del tío y salió a la calle. En la televisión muestran todo el tiempo caras alegres, optimistas, animadas. No nació Yona con ese espíritu entusiasta, necesitaba algún empujoncito. En la puerta estaban unos pibes de su edad. Uno fumaba. Fue lo primero que le llamó la atención. El más rotoso se comía los mocos sin vergüenza, y el tercero del grupo lo miró y le extendió la mano para saludarlo. Eran vecinos del barrio, con quienes no se juntaba porque no iban al colegio y andaban callejeando todo el día por ahí. El que lo saludó le dijo “ vamos” y a los pocos pasos de empezar a andar empezó a hablar de que la semana pasada se murió su hermano, lo mató la policía, parece que estaba tratando de robarse un auto en una ciudad cercana. Le avisaron a su madre a media noche, él salió a la calle a buscar a sus amigos, se fumaron unos porros y se sintió mejor. Después vino la lata esa del velorio y el entierro y todos llorando, se fumo otros con sus amigos y se volvió a sentir mejor. Llegaron al borde del río, no estaba muy lejos, se sentaron en unos troncos y se fumaron un porro. Yona creyó sentirse mejor. Se inauguró en el ese estado en el que no lograba sentirse mejor si no se metía alguna droga en la cabeza. Entonces se fumaba algo o aspiraba o jalaba o tomaba o se daba un pipaso y colgaba que estaba viajando con su viejo en el carro a toda velocidad con la petisa blanquita. Primero sintió nostalgia, después fue asomando una tibia tristeza, añoranzas quizá. Hasta que se instaló esta bronca que llega a colorearlo todo de rojo. Con el correr del tiempo se enquista el odio. Ya se olvidó el motivo, puesto que no transita por aquellas nostalgias, sino que está parado sobre un hormiguero de rayos, y revuelve y revuelve con los pies descalzos. Si va a la salita del barrio le dan sal. Hay un tipo que vende pasta para bajar, pero no dura mucho. Así comenzó con su recorrido por el desfiladero de las trasgresiones. Perdido y confuso, vagando por las tinieblas como perseguido por los demonios. Creaba un paraíso artificial, un círculo mágico en donde la levadura del tiempo no surte efecto. Se había convertido en un soldado inmerso en una atroz matanza compulsiva. Matar el tiempo, matar el hambre, matar las esperanzas. Asesinatos al pudor del espíritu. Al poco tiempo sólo hablaba esa jerga que utilizan los marginales, los asesinos y los ángeles de este costadito del mundo. Caminar, descansar, saltar. Laburar, rastrear, manotear. Disimular, esconderse, campanear. Transar, armar, fumar. Procurar, registrarse, pinchar. Marearse, lanzar, fisurar. Vagar por las calles con el estómago vacío. Cuando todo está perdido la suerte da un paso al frente y le regala un respiro. Rezar para qué, si Dios se había vuelto sordo y mudo, y hasta parece que les tenía bronca.

viernes, 28 de mayo de 2010

Necrológicas

Este cuento forma parte de la serie que lleve su nombre "Necrológicas" lo que seguramente nunca serán publicados, por la falta de conformidad del autor y de los posibles editores, asi que leelo mientras puedas. /// Necrológicas: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos” Macedonio Fernández /// Ya habían dado las nueve y media, luego dieron las diez. Esa media hora de reloj que separa ambos registros la pasó frente al diario de la mañana que impregnaba el aire de olor a tinta. Una luz se filtraba a través de las cortinas del ventanal de la cocina e iba a morir contra la pared blanca. La cara sumergida en una mancha negra, más allá que acá. Leía las noticias como quien ve pasar el paisaje desde la ventanilla de un tren. Pensó en cómo tarda en irse el tiempo en la tristeza, luego pensó en otra cosa: En su primer encuentro con ella. Tan parecido al último. Estos encuentros que se diluían en la memoria y, aunque se esforzaba en retenerlos, su cabeza se empecinaba en hacerlos desaparecer. El diario derramaba la realidad hacia sus ojos, cubriendo con una capa de acontecimientos sin importancia sus recuerdos y sepultándolos en el olvido. Con las manos se cubrió la cara, esforzándose por reproducir frente a él su rostro. Sólo consiguió ver sus ojos. Tan negros que parecían concentrar todas las noches en ellos, donde toda la locura del amor se reflejaban. Al verlos por vez primera él supuso que nunca serían suyos por siempre. Al verla ahí sentada en la mesa del fondo del bar donde se conocieron, él supo que ella no sería suya perpetuamente. Ella tenía algo de salvaje que la hacía parecer a un demonio más que a un ángel. Pero, esta idea no llegó a tomar una forma definida, a tener el peso de una certeza, y quizás su voz esfumó esta señal de alarma, que permaneció agazapada sobre su cabeza, en silencio, conteniendo el aliento para no ser descubierta. Ahora que salió a la luz, se florea victoriosa, repicando “Yo te avisé” con el orgullo del que triunfal, observa cómo se cumplen sus predicciones. Se sirvió un mate, ya frio, y lo pasó por la garganta, quizás para alivianar el trago amargo de sus predicciones. La claridad de la mañana era más espesa a cada momento, y hacía rebotar los brillos de las cosas y hacer carambolas que confluían en sus ojos. Ahora los muebles de la cocina, que antes constituían el fondo del paisaje, pasaban a ser protagonistas del encuadre que enmarcaba su angustia. En un rincón olvidado de la mesa, un cenicero colmado de puchos aplastados le recordaban retazos de las noches en que pensó en ella, en su ausencia, y, con una mezcla de dolor y satisfacción, se regodeaba en esas sensaciones de tristeza. El olor que despedía se mezclaba con algo sin forma que rondaba la casa. Renacían las imágenes de su desnudez, su pelo negro, el triángulo púbico que concentraba todos los pecados dulces que acentuaban la pérdida, los sonidos del amor que permanecían como eco de lo que fue y ya no será, la tibieza salvaje de su carne. Algunas veces los recuerdos deberían ser sometidos a un estricto control de calidad. En algún lugar en el fondo de su conciencia, en el lado opuesto donde las cosas tienen un sentido lógico, se ubican: el fulgor de su rostro, la impresión ardiente de sus manos, la sonoridad de su voz que lo sumían en una confusión cada vez que estaba junto a ella, todas cosas que habían operado un cambio brusco en él. No quedaba en ella nada de su fisonomía que perteneciera a esta tierra y aquella piel satinada de que se cubría no era tal vez más que un guante que recubría la garra, como sucede en los relatos fantásticos de que él era aficionado. A la hora de amarse, al mismo tiempo de penetrarla, casi podría jurar que su espíritu penetraba en él. Esta idea se le volvió repetida y, como si ingresara en un estado de ensueño, le parecía ver una cadena interminable de hombres en la que estaba él representado y era intercambiable. “Deben ser los celos” pensaba y desestimó la hipótesis del “Diablo enamorado” Después de todo que importan las sospechas si disfrutaba tanto de no sentir su cuerpo, de cortar los lazos que lo unen al espíritu. Ella tenía el mismo don que tiene el diablo, la de despertar el deseo, que ya nada puede detener después. Las hojas del diario seguían pasando ante sus ojos sin lograr captar su atención. Paso por los policiales, los deportivos, la sección de espectáculos y nada. Como las opiniones de quienes lo rodeaban, sus amigos, su familia, sólo lograban colocarlo en un estado de irritación cuando captaba que todos estaban en contra de su relación y él nunca se sintió tan pleno, disfrutando. Casi llegó a pensar que el crujir de la cama cuando se amaban, como si soportara un peso enorme, era pura ilusión. Lo distrajo el silbido de la pava, el agua estaba lista para el té. Sacó una magdalena del paquete y la mojó en el té para ver si se le despejaban las puertas del recuerdo, como le pasó a Proust. Pero nada. Siguió con el diario, entonces, de tanto pasar las hojas, llego a las necrológicas, y esas cruces que aparecen encabezando cada anuncio le hizo recordar que en la última noche, ella le pidió de regalo su cruz, la que le había regalado su abuela y colgaba en su cuello desde que era un niño. La excusa fue que no soportaba que amara a dios más que a ella. La mañana siguiente, que era ésta, amaneció sólo en la cama con una sensación de extrañeza ante las cosas más comunes. De su cuello colgaba un mechón del pelo negro en el lugar donde estuvo la cruz. Entonces salió a la calle compró el diario y regresó a su casa, pasando inadvertido ante los demás transeúntes circunstanciales que se cruzaron en su camino: “Como si no existiera, como si estuviese muerto” No le dio mayor importancia al mundo, compró las magdalenas y el diario que ahora leía y del que le llamó la atención, quedando inmóvil al ver su nombre debajo de una de esas cruces q.e.p.d.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Acertijo:

Me falta tiempo para escribir… Lo cual me convierte en escritor, porque “El que escribe está siempre luchando con el tiempo” El tiempo que le falta para convertir un texto en literario y el tiempo que falsea para acomodarlo a la lógica del relato. Respuesta: No todos los minutos miden lo mismo. Es decir: Si para la física / no para la literatura. En un primer minuto de la historia X pueden entrar tres escenas (pasado, presente y futuro) En el minuto siguiente el personaje da dos pasos en silencio. De estas diferencias se nutre la literatura.