domingo, 6 de junio de 2010

Paseo en carro.

“Deus quos provat, quos amat indurat.” “ Dios pone a prueba a aquellos que ama.” (Séneca) El viejo parecía conducir un acorazado de plata por las calles de tierra de la rivera del "Reconquista". Sostenía con tanta firmeza las riendas, con tal desenfado hacía estallar el látigo sobre el lomo de Blanquita, y al mismo tiempo era casi paradójico escuchar su voz ronca y suave como acariciando las orejas de la petisa que era tan terca como mula. Muchas veces le susurraba a los pelos de la crin que no se confunda de raza, que no era una mula, era un corcel. Esa mañana de invierno de cuando Yona tenía sólo siete años iba con su padre. Los dos como estatuas que fumaban el vapor del río dejando estelas. La que más vapor despedía era Blanquita. Su padre y él parecían tallados en piedra sobre la madera que servía de asiento. Tenían muchas cosas que hacer, y con todo el día lluvioso por delante. La noche de tormenta dejaba paso a una mañana sumergida en charcos. Los ruidos ciudadanos comenzaban a infectar el ambiente. Los trenes, los autos con sus nubes de petróleo. Yona se envolvió en la frazada y aguantó las caladuras del frío respirando fuerte para su burbuja, iba sumergido en un calidoscopio de emociones al verlo al viejo tan decidido y tambaleante sobre el mando. Era un hombre corpulento Don José, más de un metro ochenta, porrudo, de tronco vigoroso, sus ojos eran como charcos de sangre por el alcohol. Hecho de madera fría donde la sabia aún corre por costumbre y no en señal de vida. La noche anterior hubo vómitos, como todas las noches donde se derrumba sobre la cama con la baba colgándole de los labios que insultan a la vieja. Y el universo ni se enteró. Su vida pasó al margen de toda diversión, condenado para siempre a la compañía de los reproches y las faltas, más allá del encanto, sumergido en la estupidez de la carne cuando se pudre, vulgar, sudorosa, formando pliegues de grasa que se entregan al día. Habitando un mundo al cual se le pasó hace rato la fecha de vencimiento. Y no hay reclamo que valga, ni cana que sobornar, esto está fuera del alcance del hombre común. El viejo, con las alpargatas mojadas y el pulóver roto en los codos de donde asomaba su camisa gastada de tanto subir y bajar porquerías viejas al carro para vender en la chatarrería. Guiñándole un ojo y rascándose la cabeza como si las palabras las eligiera a dedo de su mente le habló del colegio, le dijo que no era bueno faltar pero él necesitaba ayuda y él era todo un hombre que bien podía dar una mano a su padre. Iban rumbo a la casa de un viejo loco que le iba a vender unas sillas para la casa. Yona con la frazada que le dio su madre rodeándolo como una segunda piel, permanecía sentado, triste y contento, zarandeando la cabeza al ritmo de blanquita por las calles de barro del costado del río, situado a orillas de aquel pueblo extenso y andrajoso donde sucedía todo esto y más. A esa edad no llevaba pegada la necesidad del oscuro mundo interior, mucho mejor era hacer desaparecer las imágenes que lo perseguían donde el viejo la fajaba a la vieja y los echaba a él y a sus hermanitos fuera de la casilla para gritar y sacudir la cama. Al rato se asomaba la madre arreglándose el pelo y los hacía pasar. Los ronquidos del oso satisfecho hacían temblar el ranchito de chapa. Cuales serían los motivos por los que la vieja lo aguantaba. Hay cosas que están ahí delante de nosotros y siguen invisibles al entendimiento. La lógica diría que debía dejarlo o echarlo. Pero hay todo un universo que se despliega allí donde la lógica se ahoga. Y en ese universo las ideas flotan siguiendo otra lógica. A simple vista podríamos pensar que están a la deriva. La vieja vivía la mayor parte del tiempo sumergida en un sueño intranquilo, así estaba siempre, apenas un poco más viva que su cansancio. Aunque la llama que asomaba en el fondo no lograba impulsar la pregunta de si no merecía una vida mejor. Con el agua al cuello no se permitía preguntas que hiciesen olas. Yona sentía que las escenas violentas ocurrían lejos de él, en otro plano de la existencia. Desde dentro de una pecera que sordina los ruidos y borronea los contornos, sin comprender los motivos por los que esos peces grandes que dicen ser sus padres se pelean a muerte. En el barrio la gente habla por que sí, es una enfermedad hablar sin saber, una manía a la que el viejo ponía dique con su cara de loco. Nadie se animó nunca a decirle ni “mu” sobre sus cagadas. El hijo que agachaba la cabeza, obedecía y ahí iban los emponchados sobre el carro, dos por el asfalto del costado del puente, padre con resaca matinal e hijo confundido del otro lado del río. Resulta difícil colocar diálogos entre estos personajes, porque no los hubo. Solamente se escuchaba la voz del viejo que le hablaba a la petisa y de fondo el crujir de las ruedas de goma gastada sobre la calle. El viejo frenó el carro tirando de las riendas. Se paró y bajó como pudo. Yona asomó la cabeza por la frazada y vio que su padre estaba golpeando las manos en una casa. Vio el portón de alambre, el cerco de ligustro que escondían una casita modesta. Pero no veía a nadie responder el llamado de su padre, quien insistió un par de veces más y se volvió a subir al carro como pudo, que no fue mucho lo que pudo porque se calló de cabeza al resbalar con el pié en el estribo embarrado y fue a parar al piso. Yona asomó aún más la cabeza por la frazada y le preguntó si estaba bien. El viejo balbuceó una puteada a dios y maría santísima y sacó un trapo del balde y se limpió la cara. Le clavó la vista al hijo y le dijo que lo llevaba hasta la esquina del colegio. El chico dijo que no, que mejor lo acompañaba a trabajar a él. Un rayo de lucidéz le atravesó el cerebro a Don José y se subió al carro en un solo movimiento, tomó las riendas y le chistó a Blanquita, quien arremetió contra el camino sacando pecho de percherón presidencial. Estaba vieja la petisa pero hace tanto que el viejo la tiene que parecen uno, se entendía más con el animal que con la gente. Llegaron a la esquina del colegio y el viejo le dijo que se apure que todavía no eran las ocho. El chico dijo que no quería ir, que quería trabajar. Su padre le contestó que no iba a trabajar más por hoy, seguro se iba al boliche y la madre no quiere que el chico lo acompañe a ese ámbito de perdición, que desde que está yendo a la Iglesia, la vieja, está más loca que nunca. Yona se fue caminando para el colegio, por lo menos hoy iba a comer, aunque la comida del comedor escolar era una mierda, algo metería en el buche. En la puerta del colegio estaban los padres de los chicos que hablan entre ellos mientras los pibes corren, cruzan la calle de un lado para otro, y precisamente con estos se fue a juntar. Cuando iba corriendo para donde estaban los chicos lo sorprendió un auto, que a medio metro le clavó los frenos. El auto se agachó al frenar y luego volvió a ponerse horizontal a la calle. Este fue el movimiento que observó el chico, un saludo en cámara lenta. Quedó inmóvil un instante y luego terminó de cruzar la calle a paso lento pero seguro. Uno de los compañeros le dijo que tenga cuidado, contestó que no pasaba nada. El auto arrancó lentamente sin ningún comentario. De esa mañana en la vida de Yona no se puede comentar nada especial porque todo fue como de costumbre: Entrar, formar, ir a las aulas, salir a los recreos, correr un rato, volver a entrar a los salones y preparar todo para comer. Acomodar los bancos, lavarse las manos mientras transcurren las guerras de agua en el baño. Comer y volver a casa. Pensó que hubiese sido más emocionante ir con el viejo al barcito de Héctor, sin saber que su viejo nunca llegó al barcito de Héctor porque camino al bar tenía que atravesar una avenida y fue entonces cuando un camión se lo llevó por delante desparramando por la calle al viejo y a la petiza. Se entendían tanto que terminaron juntos. Ninguno de los dos llegó al Hospital. Yoni se enteró cuando llegó a la casa después del colegio. La vieja lloraba, pudiese ser de tristeza o también de alegría, o una mezcla de ambas. Las viejas del barrio la rodeaban y algunas ya estaban rezando por el alma del difunto. Doña Asunción, oliendo a rancia, estaba con un rosario en la mano y lloraba sobre el hombro de la viuda. Yona pensó que él tendría que haber estado en el carro con su padre y siente que el viejo lo salvó al mandarlo al colegio y estalla en un llanto que se sordina cuando el tío Raúl, el hermano del padre, lo abraza tapándole la cara con los brazos. Se zafa del tío y logra asomar los ojos. Sus ojos, que han recorrido la casa fijándose en distinta gente. Un tipo con cara de estar borracho, apoyado sobre el armario del fondo se mira las manos, una vieja sentada en la silla, que era del viejo, rezaba un rosario en voz alta; a su lado, con el cuerpo doblado sobre el respaldo de la silla, lloraba su hermana. El viejo tan durito metido en ese cajón finito. Hay personas en este mundo cuya figura es tan esquiva que hasta la muerte las vuelve grotescas. La escena lograba inspirar un sentimiento tal que hacía quedar corta la palabra depresión. Yona miró el techo al no encontrar respiro. Le preguntó a su tío por la petisa y el carro. La voz del tío, medio confusa entre llantos le comunicó que a la petisa la tuvieron que sacrificar y el carro quedo desparramado por la avenida y lo robaron por partes unos rastreros. El muchacho pensó en que ni si quiera eso le había dejado el padre. Se despegó del tío y salió a la calle. En la televisión muestran todo el tiempo caras alegres, optimistas, animadas. No nació Yona con ese espíritu entusiasta, necesitaba algún empujoncito. En la puerta estaban unos pibes de su edad. Uno fumaba. Fue lo primero que le llamó la atención. El más rotoso se comía los mocos sin vergüenza, y el tercero del grupo lo miró y le extendió la mano para saludarlo. Eran vecinos del barrio, con quienes no se juntaba porque no iban al colegio y andaban callejeando todo el día por ahí. El que lo saludó le dijo “ vamos” y a los pocos pasos de empezar a andar empezó a hablar de que la semana pasada se murió su hermano, lo mató la policía, parece que estaba tratando de robarse un auto en una ciudad cercana. Le avisaron a su madre a media noche, él salió a la calle a buscar a sus amigos, se fumaron unos porros y se sintió mejor. Después vino la lata esa del velorio y el entierro y todos llorando, se fumo otros con sus amigos y se volvió a sentir mejor. Llegaron al borde del río, no estaba muy lejos, se sentaron en unos troncos y se fumaron un porro. Yona creyó sentirse mejor. Se inauguró en el ese estado en el que no lograba sentirse mejor si no se metía alguna droga en la cabeza. Entonces se fumaba algo o aspiraba o jalaba o tomaba o se daba un pipaso y colgaba que estaba viajando con su viejo en el carro a toda velocidad con la petisa blanquita. Primero sintió nostalgia, después fue asomando una tibia tristeza, añoranzas quizá. Hasta que se instaló esta bronca que llega a colorearlo todo de rojo. Con el correr del tiempo se enquista el odio. Ya se olvidó el motivo, puesto que no transita por aquellas nostalgias, sino que está parado sobre un hormiguero de rayos, y revuelve y revuelve con los pies descalzos. Si va a la salita del barrio le dan sal. Hay un tipo que vende pasta para bajar, pero no dura mucho. Así comenzó con su recorrido por el desfiladero de las trasgresiones. Perdido y confuso, vagando por las tinieblas como perseguido por los demonios. Creaba un paraíso artificial, un círculo mágico en donde la levadura del tiempo no surte efecto. Se había convertido en un soldado inmerso en una atroz matanza compulsiva. Matar el tiempo, matar el hambre, matar las esperanzas. Asesinatos al pudor del espíritu. Al poco tiempo sólo hablaba esa jerga que utilizan los marginales, los asesinos y los ángeles de este costadito del mundo. Caminar, descansar, saltar. Laburar, rastrear, manotear. Disimular, esconderse, campanear. Transar, armar, fumar. Procurar, registrarse, pinchar. Marearse, lanzar, fisurar. Vagar por las calles con el estómago vacío. Cuando todo está perdido la suerte da un paso al frente y le regala un respiro. Rezar para qué, si Dios se había vuelto sordo y mudo, y hasta parece que les tenía bronca.

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