viernes, 28 de mayo de 2010

Necrológicas

Este cuento forma parte de la serie que lleve su nombre "Necrológicas" lo que seguramente nunca serán publicados, por la falta de conformidad del autor y de los posibles editores, asi que leelo mientras puedas. /// Necrológicas: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos” Macedonio Fernández /// Ya habían dado las nueve y media, luego dieron las diez. Esa media hora de reloj que separa ambos registros la pasó frente al diario de la mañana que impregnaba el aire de olor a tinta. Una luz se filtraba a través de las cortinas del ventanal de la cocina e iba a morir contra la pared blanca. La cara sumergida en una mancha negra, más allá que acá. Leía las noticias como quien ve pasar el paisaje desde la ventanilla de un tren. Pensó en cómo tarda en irse el tiempo en la tristeza, luego pensó en otra cosa: En su primer encuentro con ella. Tan parecido al último. Estos encuentros que se diluían en la memoria y, aunque se esforzaba en retenerlos, su cabeza se empecinaba en hacerlos desaparecer. El diario derramaba la realidad hacia sus ojos, cubriendo con una capa de acontecimientos sin importancia sus recuerdos y sepultándolos en el olvido. Con las manos se cubrió la cara, esforzándose por reproducir frente a él su rostro. Sólo consiguió ver sus ojos. Tan negros que parecían concentrar todas las noches en ellos, donde toda la locura del amor se reflejaban. Al verlos por vez primera él supuso que nunca serían suyos por siempre. Al verla ahí sentada en la mesa del fondo del bar donde se conocieron, él supo que ella no sería suya perpetuamente. Ella tenía algo de salvaje que la hacía parecer a un demonio más que a un ángel. Pero, esta idea no llegó a tomar una forma definida, a tener el peso de una certeza, y quizás su voz esfumó esta señal de alarma, que permaneció agazapada sobre su cabeza, en silencio, conteniendo el aliento para no ser descubierta. Ahora que salió a la luz, se florea victoriosa, repicando “Yo te avisé” con el orgullo del que triunfal, observa cómo se cumplen sus predicciones. Se sirvió un mate, ya frio, y lo pasó por la garganta, quizás para alivianar el trago amargo de sus predicciones. La claridad de la mañana era más espesa a cada momento, y hacía rebotar los brillos de las cosas y hacer carambolas que confluían en sus ojos. Ahora los muebles de la cocina, que antes constituían el fondo del paisaje, pasaban a ser protagonistas del encuadre que enmarcaba su angustia. En un rincón olvidado de la mesa, un cenicero colmado de puchos aplastados le recordaban retazos de las noches en que pensó en ella, en su ausencia, y, con una mezcla de dolor y satisfacción, se regodeaba en esas sensaciones de tristeza. El olor que despedía se mezclaba con algo sin forma que rondaba la casa. Renacían las imágenes de su desnudez, su pelo negro, el triángulo púbico que concentraba todos los pecados dulces que acentuaban la pérdida, los sonidos del amor que permanecían como eco de lo que fue y ya no será, la tibieza salvaje de su carne. Algunas veces los recuerdos deberían ser sometidos a un estricto control de calidad. En algún lugar en el fondo de su conciencia, en el lado opuesto donde las cosas tienen un sentido lógico, se ubican: el fulgor de su rostro, la impresión ardiente de sus manos, la sonoridad de su voz que lo sumían en una confusión cada vez que estaba junto a ella, todas cosas que habían operado un cambio brusco en él. No quedaba en ella nada de su fisonomía que perteneciera a esta tierra y aquella piel satinada de que se cubría no era tal vez más que un guante que recubría la garra, como sucede en los relatos fantásticos de que él era aficionado. A la hora de amarse, al mismo tiempo de penetrarla, casi podría jurar que su espíritu penetraba en él. Esta idea se le volvió repetida y, como si ingresara en un estado de ensueño, le parecía ver una cadena interminable de hombres en la que estaba él representado y era intercambiable. “Deben ser los celos” pensaba y desestimó la hipótesis del “Diablo enamorado” Después de todo que importan las sospechas si disfrutaba tanto de no sentir su cuerpo, de cortar los lazos que lo unen al espíritu. Ella tenía el mismo don que tiene el diablo, la de despertar el deseo, que ya nada puede detener después. Las hojas del diario seguían pasando ante sus ojos sin lograr captar su atención. Paso por los policiales, los deportivos, la sección de espectáculos y nada. Como las opiniones de quienes lo rodeaban, sus amigos, su familia, sólo lograban colocarlo en un estado de irritación cuando captaba que todos estaban en contra de su relación y él nunca se sintió tan pleno, disfrutando. Casi llegó a pensar que el crujir de la cama cuando se amaban, como si soportara un peso enorme, era pura ilusión. Lo distrajo el silbido de la pava, el agua estaba lista para el té. Sacó una magdalena del paquete y la mojó en el té para ver si se le despejaban las puertas del recuerdo, como le pasó a Proust. Pero nada. Siguió con el diario, entonces, de tanto pasar las hojas, llego a las necrológicas, y esas cruces que aparecen encabezando cada anuncio le hizo recordar que en la última noche, ella le pidió de regalo su cruz, la que le había regalado su abuela y colgaba en su cuello desde que era un niño. La excusa fue que no soportaba que amara a dios más que a ella. La mañana siguiente, que era ésta, amaneció sólo en la cama con una sensación de extrañeza ante las cosas más comunes. De su cuello colgaba un mechón del pelo negro en el lugar donde estuvo la cruz. Entonces salió a la calle compró el diario y regresó a su casa, pasando inadvertido ante los demás transeúntes circunstanciales que se cruzaron en su camino: “Como si no existiera, como si estuviese muerto” No le dio mayor importancia al mundo, compró las magdalenas y el diario que ahora leía y del que le llamó la atención, quedando inmóvil al ver su nombre debajo de una de esas cruces q.e.p.d.

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